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La escuela oculta

Publicado en El Periódico de Catalunya, 1992-XI-21

        La escuela no sólo transmite explicaciones sobre el funcionamiento del mundo, sino también pautas de comportamiento corporales encaminadas a domar los sentimientos de acuerdo con lo que está dicho que debe o no debe ser.

        Algo más de nueve millones de estudiantes se incorporan estos días a las aulas. De ellos, m s de la mitad, unos cinco millones y medio (de los cuales 800.000 en Cataluña - han corregido: de los que 800.000 están en Catalunya), para cursar la enseñanza primaria cuya obligatoriedad se prolongar  hasta los 16 años para aquellas chicas y chicos que, por tener ahora 6 y 7, inician los dos primeros cursos de acuerdo con la nueva Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE). Un millón de criaturas (de las que - han suprimido estas tres palabras - 134.000 en Cataluña) protagonizarán o padecerán, pues, la reforma educativa tan anunciada en los últimos años. Pero ¿en qué se va a notar la reforma?, ¿qué va a cambiar y que va a permanecer en la escuela?

        Los primeros que han sufrido el cambio han sido los padres, que no han podido aprovechar los manuales de los hermanos mayores y han tenido que pagar de 8 a 10.000 pesetas por unos lotes que el año pasado costaban entre 5 y 7.000. Habrá que examinarlos para calibrar si este incremento del precio está justificado por una renovación de los contenidos más allá de formas y colores m s atractivos. Pero, tras la lectura atenta de las líneas básicas trazadas por las autoridades correspondientes para la reforma de la enseñanza de las ciencias sociales en los distintos niveles, podemos asegurar que no son sustancialmente diferentes de las seguidas hasta ahora. Ya que, aunque se insiste con un lenguaje psicopedagógico renovado en que a partir de ahora se han de contemplar además de los hechos y conceptos, procedimientos nuevos y nuevas actitudes, valores y normas, ni cambian decisivamente los hechos que se resaltan como significativos y los que se excluyen como si fueran insignificantes, ni varía ese sistema de valores implícito en la selección de unos u otros hechos que responde a prejuicios etnocéntricos, clasistas, sexistas y adultos, a mayor honra y gloria del dominio de la Cultura Occidental, ni se altera de una vez ese procedimiento por medio del cual se habitúa a los estudiantes a responder a determinadas preguntas en lugar de consentir su curiosidad y fomentar su capacidad para interrogarse por el mundo en que vivimos.

        Un ejemplo: las niñas y - han suprimido las niñas y - niños gitanos seguir n sin encontrar en los manuales las huellas de su existencia pasada y presente, o referencias ecuánimes a un sistema de valores y unas practicas sociales que chocan con esta lógica del dominio. No puede sorprender que el resto de estudiantes se mueva entre el menosprecio y la agresividad racistas.

        Pero en las aulas no sólo se transmiten y se aprenden palabras, sino que, además de esa escuela explícita, que se traduce en una serie de explicaciones sobre el funcionamiento del mundo y suele ser objeto de debate, existe otra de la que apenas se habla ni esta reforma se propone reformar, como si se tratara de una escuela oculta. No es que sea invisible. Al contrario, me refiero a la dimensión más tangible de la escuela: a la escuela como espacio (ha desaparecido la siguiente línea) construido arquitectónicamente y poblado de objetos, ese marco espacio-temporal que, al establecer quién debe hacer o no hacer qué‚ dónde, cuando y cómo, genera pautas de comportamiento corporales.

        Ciertamente, la asistencia a la escuela habitúa, ante todo, a interrumpir el sueño y el descanso y ponerse en pie cada día a la misma hora, desayunar, arreglarse y salir de casa a punto para llegar a la hora señalada al aula, al pupitre que se tiene asignado en la clase correspondiente según la edad y que sólo se abandona en los momentos de distensión también programados y en aquellos otros en los que está establecido abandonar el centro y dirigirse a casa a hacer los deberes de los que al día siguiente (lo marcado en negrita ha desaparecido), tras levantarse a la hora de siempre..., se tendrá que dar cuenta. Y a base de repetir los mismos gestos en espacios y tiempos precisos, a fuerza de asumir qué lugar del aula y del centro escolar ocupa quién, dónde se sitúa quien ejerce el poder (han añadido una coma y un acento: dónde se sitúa, quién ejerce el poder...) y dónde quienes están sufriendo el ritual de iniciación, y de hacerlo un día y otro día y una semana y otra a lo largo de nueve meses solo cortados por breves periodos de vacaciones, y volver a hacerlo un curso y otro curso y otro y otro..., de tanto adaptarse a pupitres y asientos, los cuerpos adoptan sus formas y encarnan esas pautas sociales básicas que rigen cómo se distribuyen socialmente espacios y tiempos, qué personajes hay que representar en esta o en aquella porción del escenario según la hora y el día y también según la edad, esa barrera que nos sitúa a un lado u otro de la jerarquía adulta.

        Esta domesticación corporal, que implica domar los sentimientos de lo que agrada o no de acuerdo con lo que está dicho que debe o no debe ser - y cuya obligatoriedad se prolonga ahora hasta los 16 años - es, sin duda, un requisito imprescindible para llegar a comportarse pertinentemente ante la autoridad (el siguiente párrafo ha desaparecido), callar y oír lo que predica desde tarimas y púlpitos y contestar a los por qués y para qués las cosas son como se explican. Y si falla, siempre existe la amenaza de la descalificación que conviene trucar por la ansiedad necesaria para acceder a los primeros puestos.

        Este sustrato, tan visible y palpable y a la vez tan oculto, en el que se fundamenta no sólo el edificio escolar sino toda la escenificación jerárquica de nuestra vida social, es lo que resulta más difícil cambiar. No porque no pueda hacerse, sino porque exige modificar los hábitos corporales y sentimentales que alimentan los argumentos de unos adultos que nos formamos y conformamos en escuelas. Y, (no aparece) ya lo advirtió Aristóteles: "es más difícil olvidar lo aprendido que aprender por primera vez"...

        ¡Lo admirable es que en algunas ocasiones todavía sepamos olvidarlo!

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