Publicado en El Periódico de Catalunya, 1993-III-21
El proyecto del gobierno de establecer un cupo restringido de emigrantes para cubrir puestos de trabajo que quedan vacantes a pesar del paro, de los cuales la mitad corresponderían al servicio doméstico, debe hacernos reflexionar sobre la infravaloración social de un trabajo que sin embargo es imprescindible para nuestra supervivencia y bienestar cotidianos.
La etimología de la palabra familia nos recuerda que este menosprecio del trabajo doméstico hunde sus raíces en los tiempos fundacionales de nuestra cultura, cuando nuestros antepasados, en lugar de matar a los pueblos que conquistaban, decidieron convertirlos en esclavos o "famulus". La sociedad moderna lo perpetuó, al implantar el dinero como medida de todas las cosas y no cotizar estas tareas, e impulsó, así, a muchas mujeres a buscarse el preciado metal fuera de casa. Y la reivindicación feminista de que las obligaciones de la casa se repartan entre quienes la disfrutan, aún siendo justa, no ha modificado esta idea; por el contrario, al considerar que este trabajo puede resolverse en un tiempo extra tras la jornada laboral, se incurre en un error de cálculo que, además de originar conflictos constantes, sirve de excusa para acabar contratando a una empleada a la que se le exige que resuelva la parte más dura en el menor tiempo posible: pagando el mínimo.
Los controles políticos a la emigración se alimentan, pues, de la mezquindad con que valoramos el trabajo doméstico.
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