Publicado en El Periódico de Catalunya, 1993-IV-13
El principal problema de nuestra sociedad no son los coches, sino la velocidad. Los coches - y los restantes sistemas de transporte de personas, mensajes y objetos - no existirían, si no imperase la obsesión por dominar espacios cada vez más amplios en tiempos m s breves, por ocuparlos ya, y por ser los primeros en hacerlo. Este es el motor del desarrollo científico-técnico del que tanto nos vanagloriamos, el dogma inconfesado que impulsa nuestro progreso. Y los estragos que nos provoca el tráfico automovilístico no son más que una metáfora de las nefastas repercusiones que tiene la velocidad en los diversos ámbitos de nuestra existencia: baste recordar el uso político que se ha hecho de ella para propugnar un determinado ritmo de integración europea.
De ahí las contradicciones entre unas campañas institucionales que exhiben las consecuencias mortales provocadas por los excesos de velocidad, o sancionan a quienes no tienen en cuenta los riesgos propios o ajenos en que incurren cuando se ponen al frente de un vehículo sin estar en plenas facultades, o, incluso, se proponen impedir que la publicidad incite a transgredir unas reglas que garanticen la coexistencia pacífica, y la oferta que hacen los fabricantes de automóviles, que producen y venden unas máquinas que invitan y facilitan traspasar todos los límites de velocidad.
Por suerte, la vida palpita ritmos más lentos.
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